Tuesday, June 5, 2007

El ocaso de la correspondencia


Hace tiempo que por correo ya no llega nada bueno, que cuando abres el buzón, aunque esté lleno, sólo encuentras propaganda, cartas del banco y disgustos.


Todo empezó con las mensajerías, capaces de entregarte por la tarde el paquetito que habrías recibido a la mañana siguiente, aunque el servicio resultaba diez veces más caro. Las agencias arrinconaron a los carteros, a los que arrebataron incluso el uniforme. Y en lugar de vespas amarillas, coparon las calles las furgonetas con acrónimos y sus mensajeros de sueldos menguantes y contratos precarios.Luego, entre el pirateo y las tiendas de Internet, se acabó el comprar discos por catálogo, la hojita en el buzón, la caminata hasta correos, los nervios al comprobar si los discos se habían dañado en el trayecto.Este ocaso no afecta sólo al transporte de mercancías: tampoco las buenas noticias llegan ya por reparto postal. Antes, si ganabas un premio o te concedían una beca, vivías en la ignorancia hasta que llegaba una carta con la buena nueva. Ahora, la buena fortuna tiene alas: si ganas un concurso te llama el jurado por teléfono, si Hacienda te devuelve algo te lo comunica con un mensajito al móvil, y si has aprobado un examen la nota aparece en Internet. Nada de esperar: nunca es pronto si la dicha es buena. Incluso —tengo entendido, porque no ha sido mi caso—, cuando un editor acepta publicar tu libro, no te escribe: te llama para avisarte de que te va a enviar un contrato… por correo.Aparte de las buenas noticias, lo que más nos gusta a todos encontrar en la correspondencia son las cartas de los amigos y familiares. ¿Las recuerdan? Sí, hombre, esas hojitas escritas a mano, que empezaban con el lugar y la fecha y terminaban con un parabién y un garabato —aunque hay verdaderos artistas de las rúbricas—. Claro, las cartas personales. Las había de la novia —las más queridas—, de los amigos lejanos, de pésame, ilustradas, perfumadas, de cumpleaños o hasta preñadas —con algún regalito dentro, un pequeño billete o un talón. Y luego estaban las postales, una especie postal a medio camino entre el exhibicionismo y la economía más ajustada. Y las cartas que nunca llegaban, esas que te dejaban dudando entre la fiabilidad de Correos y la de tu corresponsal. Y ahora, una carta manuscrita es un objeto exótico, una reliquia del pasado. El correo electrónico —más barato, más rápido, más ecológico— ha sido el lógico sucesor; claro que también carga con sus lacras, como la de esos amigos tan queridos que, a falta de algo que contar, se despachan con una ración de vídeos cutres o pogüerpoins de mamonadas, en lugar de decirte: «¡Eh! ¿Qué tal? Te echo de menos. Besos». Si con eso basta, no hace falta atascar los servidores.De modo que, al final, en los buzones de los portales, o en esos improvisados en las ranuras de las puertas, ya sólo entran malas noticias: que si una multa de velocidad, que si le debes tanto al banco, que si hay reunión de vecinos…Y, a pesar de todo, cada día, cuando llego a casa, lo primero que hago es abrir el buzón, ilusionado, esperando que hoy alguien, por fin, se haya acordado de mí.

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