"La epopeya no había muerto. Había reclinado, cargada de lauros, la cabeza, y dormía sobre las gloriosas tumbas de Bolívar y de Páez. La vía, empero, trazada por Miranda y San Martín estaba ahí, cuajada de abismos, salpicada de cráteres, y cual la espada de la leyenda, era imposible tocarla a quien no sintiera en sí la titánica musculatura del león llanero, o no tuviera la pujanza del águila que fue de cumbre en cumbre tocando dianas gloriosas a lo largo de los Andes.
De pronto soliviantáronse los pueblos. Sonó el clarín, y brilló el machete al sol. Era que había despertado la epopeya, que salvó el mar, que saltó, rugiente y trágica, a la faja de tierra en que se habían arremolinado las sombras en derrota, y encendiendo el volcán de las batallas, y haciendo surgir las abnegaciones estupendas, y resucitando con grito formidable los heroísmo magníficos, y cruzando a nado, con la espada entre los dientes, el horrible mar de sangre que entre ella y el triunfo arrojó, desesperada, la insensatez del error, traspuso el monte, llenó el valle, ¡y cerró con el mágico buril de la victoria, el fulgurante ciclo heroico del continente libre!
¡Tú, oh paladín, eres la resurrección de la epopeya! ¡Ave, Hatuey! Al sentirse hollada por ti, se estremece de júbilo tu tierra. Acepta, héroe, sus viriles y ruidosos entusiasmos.
Al saludarte, al festejarte, al glorificarte, orgullosa y altiva, el alma de la patria saluda y festeja y glorifica en ti el hondo sentimiento del heroísmo y de la gloria; saluda y festeja y glorifica a Cuba, libre, al término de sus espantosas décadas sangrientas; saluda y festeja y glorifica la radiosa trinidad que ha de alzarse, triunfadora, en el rebelde piélago Caribe; saluda y festeja y glorifica, por último, a América, arrojando intrépida, la carga de sus épicos dolores y de sus nefandas servidumbres, y encarándose a los siglos, ¡sin amos, libre, heroica, próspera, ubérrima, íntegra y gloriosa!"
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