Comprender las necesidades es esencial y, para el hombre superior, posee un gran significado. Existen las necesidades físicas exteriores, como alimento, vestido y vivienda, pero fuera de eso no hay ninguna necesidad. Aunque casi todo el mundo se encuentre atrapado en el torbellino de sus necesidades internas, estas no son en absoluto esenciales.
La necesidad de sexo, la necesidad de realización, el apremiante impulso de la ambición, de la envidia, la codicia, no son el camino de la Vida. La humanidad ha hecho de eso el camino de la Vida durante toda su historia; la sociedad y la iglesia respetan y honran profundamente esas cosas. Todos han aceptado ese modo de vivir, o estando tan condicionados por esa vida continúan con ella, luchando débilmente contra la corriente, desalentados, buscando escapes. Y entonces los escapes se vuelven más significativos que la realidad. Las necesidades psicológicas son un mecanismo de defensa contra algo que es mucho más significativo y real. La necesidad de realizarse, de ser importante, brota del miedo a algo que está ahí pero que no se conoce, que no ha sido experimentado. La realización y la autoimportancia en el nombre del propio país o de un partido, o en virtud de alguna creencia gratificadora, son escapes del hecho de la propia nada, de la vacuidad y soledad de nuestras actividades autoaislantes. Las necesidades internas, que parecen no tener fin, se multiplican, cambian y continúan. Éste es el origen, la fuente del contradictorio y abrasador deseo.
El deseo siempre está ahí; los objetos del deseo cambian, disminuyen o se multiplican, pero el deseo está siempre ahí. Controlando, torturando, negado, aceptado, reprimido, dejado en libertad de moverse o interceptado en su carrera, él está siempre ahí, débil o fuerte.
Pero en el deseo no hay nada de malo, y es estúpida la incesante guerra que contra el se realiza. El deseo es perturbador, es doloroso, lleva a la confusión y a la desgracia, pero a pesar de ello está ahí, siempre está ahí, frágil o poderoso. Comprenderlo completamente, sin reprimirlo, sin disciplinarlo, comprenderlo más allá de todo reconocimiento es comprender la necesidad. La necesidad y el deseo marchan juntos, como la realización y la frustración. No hay deseo noble o innoble sino sólo deseo en permanente conflicto dentro de sí mismo. El ermitaño y el jefe del partido se consumen de deseo, lo llaman con diferentes nombres pero ahí está corroyendo el corazón de las cosas. Cuando existe la comprensión total de la necesidad, tanto en lo externo como en lo interno, entonces el deseo no es una tortura. Entonces tiene un sentido por completo diferente, una significación que está mucho más allá del sentimiento con sus emociones, mitos e ilusiones.
Con la total comprensión de la necesidad, no simplemente de la cantidad o cualidad de ella, el deseo es entonces una llama y no una tortura. Sin esta llama la vida misma se malogra, se pierde. Esta llama es la que quema la mezquindad de su objeto, las fronteras, las vallas que le han sido impuestas. Entonces uno puede darle el nombre que quiera, amor, muerte, belleza, libertad, etc. Entonces está ahí sin que tenga fin.
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La necesidad de sexo, la necesidad de realización, el apremiante impulso de la ambición, de la envidia, la codicia, no son el camino de la Vida. La humanidad ha hecho de eso el camino de la Vida durante toda su historia; la sociedad y la iglesia respetan y honran profundamente esas cosas. Todos han aceptado ese modo de vivir, o estando tan condicionados por esa vida continúan con ella, luchando débilmente contra la corriente, desalentados, buscando escapes. Y entonces los escapes se vuelven más significativos que la realidad. Las necesidades psicológicas son un mecanismo de defensa contra algo que es mucho más significativo y real. La necesidad de realizarse, de ser importante, brota del miedo a algo que está ahí pero que no se conoce, que no ha sido experimentado. La realización y la autoimportancia en el nombre del propio país o de un partido, o en virtud de alguna creencia gratificadora, son escapes del hecho de la propia nada, de la vacuidad y soledad de nuestras actividades autoaislantes. Las necesidades internas, que parecen no tener fin, se multiplican, cambian y continúan. Éste es el origen, la fuente del contradictorio y abrasador deseo.
El deseo siempre está ahí; los objetos del deseo cambian, disminuyen o se multiplican, pero el deseo está siempre ahí. Controlando, torturando, negado, aceptado, reprimido, dejado en libertad de moverse o interceptado en su carrera, él está siempre ahí, débil o fuerte.
Pero en el deseo no hay nada de malo, y es estúpida la incesante guerra que contra el se realiza. El deseo es perturbador, es doloroso, lleva a la confusión y a la desgracia, pero a pesar de ello está ahí, siempre está ahí, frágil o poderoso. Comprenderlo completamente, sin reprimirlo, sin disciplinarlo, comprenderlo más allá de todo reconocimiento es comprender la necesidad. La necesidad y el deseo marchan juntos, como la realización y la frustración. No hay deseo noble o innoble sino sólo deseo en permanente conflicto dentro de sí mismo. El ermitaño y el jefe del partido se consumen de deseo, lo llaman con diferentes nombres pero ahí está corroyendo el corazón de las cosas. Cuando existe la comprensión total de la necesidad, tanto en lo externo como en lo interno, entonces el deseo no es una tortura. Entonces tiene un sentido por completo diferente, una significación que está mucho más allá del sentimiento con sus emociones, mitos e ilusiones.
Con la total comprensión de la necesidad, no simplemente de la cantidad o cualidad de ella, el deseo es entonces una llama y no una tortura. Sin esta llama la vida misma se malogra, se pierde. Esta llama es la que quema la mezquindad de su objeto, las fronteras, las vallas que le han sido impuestas. Entonces uno puede darle el nombre que quiera, amor, muerte, belleza, libertad, etc. Entonces está ahí sin que tenga fin.
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