publicado en Nodo50 en julio de 2013
"El debate interesante es que, si a un camarero le cuesta identificarse con la clase obrera no es porque ésta no pueda representarle (pudo hacerlo en el pasado y lo hará en el futuro) sino porque una legión de teóricos le dice que no debe identificarse con ella, que la clase obrera es un anacronismo del pasado, que ahora es 99%, precariado o un nuevo sujeto emergente. Lo más irónico de todo es que la primera revolución socialista sobre la tierra se diera en un país cuya clase obrera se encontraba en insultante minoría. Pero nada, podéis seguir pensando que sin mono azul masculino no hay paraíso: me decía Jorge Moruno por Twitter (afilada pluma de la izquierda postmoderna en nuestro país y responsable del blog La Revuelta de las neuronas) que la clase obrera no puede representar a todo el conjunto de los explotados. Y obviamente, mientras sigáis pensando que la clase obrera es únicamente un tipo con mono azul que fuma ducados, seguiremos nadando en ese mar de incertidumbre y relativismo que tanto parece gustaros a los postmodernos".
Respuesta a ¿Quiénes son los de abajo?
La clase obrera, los de abajo, los invisibles, los explotados... en el marco del capitalismo post-industrial.
Mi bisabuela murió en una cárcel franquista, desnutrida y enferma de tuberculosis, fue torturada salvajemente por la Guardia Civil para que confesara el paradero de dos de sus hijos, fugados dirigentes de la CNT en Valencia. Analfabeta y criada en el campo, no hizo otra cosa durante toda su vida que fregar suelos de señoritos desde los nueve años. Probablemente sufrió alguna vejación o abuso de tipo sexual por parte del señorito, los amigos o hijos del mismo; era lo habitual en la época. Siempre se consideró a sí misma de la clase obrera.
Mi tía y mi abuela (sus hijas) tampoco hicieron otra cosa que fregar suelos de señoritos desde los nueve años. Como mi abuela era muy bajita para su edad y no llegaba a la pila para poder fregar los platos, el señorito le habilitó un taburete para que alcanzara a fregar los platos con facilidad, qué atento. Siempre se consideraron a sí mismas de la clase obrera.
Mi madre empezó a trabajar en una fábrica a los trece años, pero con el tiempo y dada la reconversión industrial que el PSOE llevó a cabo en los años ochenta, terminó fregando suelos, escaleras y platos de señoritos. Un poco menos señoritos (sin violaciones y guantazos con la mano abierta) pero igual de explotadores. Familias pequeño-burguesas del centro de la ciudad en las que todos los hijos van a la universidad y la madre, de profesión liberal, carece de tiempo para atender los quehaceres domésticos. Entonces acude a limpiar la madre de la periferia que, por cierto, siempre se consideró a sí misma de la clase obrera.
No es una tradición familiar o una maldición, mi familia por parte de madre no tiene ningún apego especial por fregar los suelos ajenos. El fenómeno tiene una explicación racional y sociológica: se trata de la reproducción social del sistema y sus relaciones de producción y poder. Para que algunos tengan chalet en la playa y un Mercedes de gama alta, otros tienen que fregar suelos y escaleras. O trabajar en fábricas. O reparar instalaciones eléctricas. O hacer prácticas gratis. O servir mesas un sábado por la noche a seis euros la hora. Lo interesante es que las tres generaciones (mi bisabuela, mi abuela y mi madre) siempre se identificaron con la clase obrera sin necesidad de ser hombres y levantar barricadas con un mono azul de trabajo. Tanto mi bisabuela como mi abuela en el prefordismo como mi madre durante el fordismo y el postfordismo, sufrieron una precariedad salvaje, de hecho ninguna de las tres tuvo jamás un contrato de trabajo como empleadas de hogar: sin cotizar, sin paro, sin vacaciones, sin poder ponerse enfermas, etc. Precariedad en estado puro, sea en los años 30, en los 60 o en los 90.
La precariedad —aunque según algunos autores pudiera parecerlo— no es ninguna novedad ni el último grito en las relaciones laborales. La clase obrera la viene sufriendo desde que el que el capitalismo es capitalismo y el trabajo asalariado se convirtió en civilización y no es otra cosa que unas condiciones de trabajo lamentables y abusivas. Las jornadas de 14 horas en los telares, los mineros sin seguridad, los jornaleros que no cobraban si ese año la cosecha era mala, el servicio que vivía encerrado en la casa del señorito, el obrero subido en el andamio… ¿No es precariedad? Por supuesto que sí, no deja de ser curioso que Los santos inocentes se ubique cronológicamente en pleno auge fordista, benditas contradicciones postmodernas. Pero entonces llegó Negri (seguido por su coro de creyentes) y nos dijo que la precariedad era algo novedoso, tanto que acuñó un nuevo término: el precariado. En realidad —y es bastante significativo— el término proviene de la Fundación Friederich Ebert, vinculada al partido socialdemócrata alemán (SPD). Un nuevo tipo de asalariado que sufría la precariedad, es decir, unas condiciones laborales precarias, en el marco del nuevo capitalismo post-industrial caracterizado por su inmediatez, su flexibilidad y su prevalencia de lo simbólico sobre lo material. ¿Y esto cómo se traduce? En que mi madre friega platos ajenos y es clase obrera. Pero si la que friega platos ajenos es una joven con carrera y un máster que habla tres idiomas y milita en Juventud Sin Futuro no es clase obrera (y vaya por delante que me parece que hacen una grandísima labor) es un nuevo sujeto emergente, es precariado, intelectual además. Se traduce en que una camarera es clase obrera siempre y cuando sea una choni que será camarera el resto de su vida, si está de camarera para pagarse los estudios de Ciencias Políticas no es clase obrera, es un nuevo sujeto emergente incapaz de identificarse con la clase obrera insertado que refuerza el intelecto colectivo en el semiocapitalismo menuda tesis doctoral me está quedando bla bla bla.
La lectura es insultante: la clase obrera puede ser precaria, siempre lo fue, pero cuando la clase media (recientemente empobrecida) visita los infiernos de la precariedad y el abuso laboral, se deben parar las rotativas y la izquierda académica occidental —curiosamente proveniente en su mayoría de la clase media─ se pone a teorizar nuevos paradigmas; saben cuidar de los suyos. Uno de ellos es la figura del reponedor de supermercado, santo grial de la izquierda postmoderna y a tenor por cómo se encumbra su figura, legión en nuestra sociedad. En realidad el reponedor ha existido siempre y es prácticamente paralelo a la revolución industrial, el primer supermercado se remonta al año 1852 en París cuando se instala la Maison du Bon Marché en la calle Sévres. Tan solo diecinueve años después estallaba la Comuna de París; los reponedores a pie de barricada desde el día uno. Pero sigamos.
Me contaba Pablo Iglesias que en sus clases pregunta quién ha trabajado alguna vez y la mayoría levantan la mano, que posteriormente pregunta quién está sindicado y absolutamente nadie la levanta, signo inequívoco de la sociedad postindustrial y el carnaval de identidades. Yo creo que debería hacer una tercera pregunta: ¿Cuántos de los que trabajáis pensáis seguir en ese trabajo una vez terminada la carrera? La respuesta sería obvia y ahí reside el nudo gordiano del llamado precariado: no es ninguna nueva clase social, es la clase media que eventualmente (o eso creen ellos) visita la clase obrera. Su trabajo de camarero, de reponedor o de teleoperadora, lo consideran algo eventual, transitorio y circunstancial ya que, su verdadera meta y por la que han estudiado cinco años de carrera y dos másters, es alcanzar un puesto de abogado, de profesor de universidad o de médico o arquitecto. Algo completamente respetable y comprensible, nadie quiere ser camarero después de estudiar cinco años de antropología o arquitectura. Por ello y dada esa mentalidad que visita la clase obrera como algo transitorio, no se sindican; sindicarse es de curritos. Muy probablemente si Pablo hiciera esas preguntas en una clase de Formación Profesional en un instituto de barrio, el resultado variaría notablemente pero lo verdaderamente interesante es cómo el concepto precariado no es que flirtee con el reformismo es que sencillamente se cepilla 150 años de sociología marxista: las clases sociales ya no se constituyen en base a dueños y no dueños de los medios de producción sino en base al capital cultural y formación de cada cual, de ahí que para muchos la sociedad de clases haya sido sustituida por la sociedad del conocimiento, artificiosa y efectiva trampa. Un camarero siempre fue la clase obrera ya que no es dueño del medio de producción pero ahora no, ahora es precariado porque tiene dos carreras y desempeña un trabajo que no se corresponde con su formación. En realidad podría tener diez carreras, pero si trabaja de camarero y no es dueño del bar y por tanto del medio de producción, sigue siendo de la clase obrera. Pero por lo visto a la clase media le resulta incómodo identificarse con la clase obrera. Querido Pablo, ningún alumno responde que sí está sindicado porque sería como preguntarle a un fontanero si juega al golf: sindicarse es propio de la clase obrera no de la clase media. Los estudiantes sencillamente responden a su perfil de clase. Y digo clase media porque los universitarios en este país siguen siendo unos privilegiados, incluso antes de la temida ley Wert.
Los datos no dejan lugar a dudas, el 24,9 % de los jóvenes españoles de entre 18 y 24 años no cursaban ningún tipo de ciclo educativo ni de formación en 2012. Sobra mencionar el estrato social al que pertenecen estos excluidos: son los que no ven La Tuerka ni emigran a Londres (me atrevería a decir que tampoco paran a Pablo Iglesias para felicitarle). Y un pequeño aviso para navegantes: será imposible una transformación social sin contar con ellos, por muy horteras que nos resulten sus Nike con muelles o sus zapatos de plataforma y sus colas de caballo. Ya en plena explosión de la Universidad de masas en los años sesenta, Bourdieu nos demostró empíricamente que la educación no es el dispositivo que de alguna manera facilita la movilidad social sino que de forma velada, reproduce y perpetúa el sistema de clases, convirtiendo la universidad en «la elección de los elegidos». De hecho en nuestro país y según datos del propio Ministerio de Educación, menos el 10% de universitarios son hijos de padres no universitarios. La obra llevaba el apropiado título Los Herederos: los estudiantes y la Cultura. Yo entiendo que estudios como el de Bourdieu o estos datos incomoden a cierta izquierda académica pero la realidad está ahí fuera y nuestro joven promedio no tiene dos carreras y emigra a Londres: no ha terminado la E.S.O. y fuma porros en el parque y sobre todo, Campofrío no le dedica un nauseabundo anuncio comercial. La laureada «generación mejor preparada de la historia» es una falacia. No es una generación, pues se trata de una minoría específica. En cambio una gran mayoría (invisible para los medios y la izquierda) no alcanza estudios universitarios, ni siquiera termina la secundaria. Aunque pudiera parecer lo contrario, en este país hay más jóvenes que abandonan la E.S.O. que jóvenes con dos másters, no en vano encabezamos la lista de fracaso escolar europeo. También es muy significativo que hoy se hable de «exilio económico» en referencia a los jóvenes altamente cualificados que emigran. En este país a los emigrantes andaluces que se buscaron la vida en Catalunya o a los millones de emigrantes que marcharon en los años 60 rumbo a Alemania o Francia nunca se les llamó «exiliados económicos», siempre fueron emigrantes. Por lo visto el calificativo de exiliado económico es sólo para los altamente cualificados. Lo que nos lleva a Owen Jones y la lectura equivocada que, a mi juicio, hace Pablo Iglesias de esa obra monumental que es Chavs, la demonización de la clase obrera. Debo confesar que yo mismo le regalé el libro con la vana esperanza de ver alteradas sus posiciones post-modernas y post-obreristas porque, aunque le dedique este artículo acusándolo de vil reformista académico, lo aprecio y le quiero un montón.
El debate no es si la clase obrera es representada por un obrero de mono azul o una reponedora. La clase obrera no es ni ha sido nunca un ente inamovible ajeno a las mutaciones del capitalismo. La clase obrera se ha ido transformando al compás de las propias transformaciones capitalistas y por tanto, obviamente, su representación varía en función de muchos factores: histórico, geográfico, cultural, etc. En Europa en los años cincuenta era representada por el obrero fordista de mono azul, pero en los años treinta en España era la gente pobre del campo la que nutría masivamente las filas de la CNT. Es muy revelador estudiar muchos carteles de la época en los que se apelaba a dependientes y camareros, a nutrir las filas de la clase obrera contra el fascismo. En la Venezuela bolivariana era representada por un militar de origen humilde como era Chávez o en la actualidad por un conductor de autobuses llamado Nicolás Maduro. En Bolivia por un sindicalista al que le cierran el espacio aéreo europeo (pero ya no hay imperialismo ¿verdad?). En la Andalucía del siglo XXI la clase obrera es representada por un profesor de instituto y alcalde llamado Sánchez Gordillo y un jornalero sin estudios llamado Diego Cañamero. En Vigo por los trabajadores de astilleros que se están movilizando estos días. Quizá en Madrid es representada por un camarero o una cajera de supermercado pero cuando la marcha minera entró en el Paseo de la Castellana, fueron los mineros leoneses y asturianos los que representaban a la clase obrera y al conjunto de los explotados, aunque fuera por unas horas. Ese no es el debate, la clase obrera es flexible y multiforme y está ahí para ser representada, dicha representación variará según las circunstancias. El debate interesante es que, si a un camarero le cuesta identificarse con la clase obrera no es porque ésta no pueda representarle (pudo hacerlo en el pasado y lo hará en el futuro) sino porque una legión de teóricos le dice que no debe identificarse con ella, que la clase obrera es un anacronismo del pasado, que ahora es 99%, precariado o un nuevo sujeto emergente. Lo más irónico de todo es que la primera revolución socialista sobre la tierra se diera en un país cuya clase obrera se encontraba en insultante minoría. Pero nada, podéis seguir pensando que sin mono azul masculino no hay paraíso: me decía Jorge Moruno por Twitter (afilada pluma de la izquierda postmoderna en nuestro país y responsable del blog La Revuelta de las neuronas) que la clase obrera no puede representar a todo el conjunto de los explotados. Y obviamente, mientras sigáis pensando que la clase obrera es únicamente un tipo con mono azul que fuma ducados, seguiremos nadando en ese mar de incertidumbre y relativismo que tanto parece gustaros a los postmodernos. El problema es que cierta izquierda, erróneamente a mi juicio, ha convertido fordismo y clase obrera en un binomio indisoluble. Craso error: la clase obrera existía antes del fordismo, existe en el postfordismo y existirá mientras haya un cabrón repartiendo sobres de dinero en cuentas B. De hecho ni Marx ni Engels (unos tipos que sabían algo de la clase obrera) conocieron el fordismo. El problema no es si la clase obrera obrera puede representar a todos los explotados, la cuestión es que la clase obrera está ahí para ser representada como herramienta aglutinante, sea un jornalero sin estudios, sea un líder sindical andaluz, sea los trabajadores de tierra del aeropuerto del Prat ocupando las pistas o sea Pablo Iglesias en un plató de La Sexta, dependerá de cada contexto. Pero claro, la cuestión del liderazgo pone nerviosa a la izquierda postmoderna, mucho más proclive a empantanarse en horizontales y eternas asambleas que nunca (y corríjame quién crea oportuno si me equivoco) sirvieron de mucho. El problema es que si hablas de liderazgo (o liderazgos en plural como apunta acertadamente el profesor Monedero) automáticamente se produce un proceso químico en algunas cabezas que les hace ver a Stalin hasta en las cajas de cereales.
Pablo Iglesias cita Chavs y se queda en la punta del iceberg: que la clase obrera ha sufrido transformaciones no es ninguna novedad. La tesis principal del libro no es dicha transformación sino la posterior criminalización e invisibilización que la clase obrera viene sufriendo desde hace dos décadas. Invisibilización que toma cuerpo en el idílico y egocéntrico retrato que el citado profesor de la Complutense hace de ‘los de abajo’, retrato que alimenta sus presupuestos teóricos postobreristas: hay sitio para el migrante (y me tendrá que explicar por qué un albañil ecuatoriano es antes migrante que albañil), para el estudiante (que por supuesto es camarero de forma eventual para el día de mañana ser arquitecto), para el reponedor, el teleoperador, la cajera de supermercado y el parado de larga duración y en definitiva para cualquier sujeto que valide el carnaval de identidades y elimine a la clase obrera como sujeto histórico y dispositivo aglutinante. Incluso se atreve a incluir en los de abajo al grupo de amigos que monta un bar o una empresa de informática. Supongo que no se referirá a ese pequeño comercio que coacciona a sus trabajadores el día de la huelga o paga sueldos de miseria y sin contrato. Es lo que tiene no hacer divisiones sociales en función de la propiedad de los medios de producción: al final resulta que todo aquel que no lleve sombrero de copa y puro es de los de abajo, que es más o menos el lema de Occuppy Wall Street y su «somos el 99%». El problema es que los sombreros de copa pasaron de moda.
El lenguaje no es inocente y es muy significativo que no mencione a fontaneros, albañiles, electricistas, instaladores de gas y calefacción, técnicos de electrodomésticos u operarios que suben y reparan torres de alta tensión. Curiosamente y pese a llevar mono azul de trabajo, pertenecen todos al sector servicios y no al industrial, benditas contradicciones de la postmodernidad. ¿Los obvias porque llevan mono de trabajo o porque tienen derechos? ¿O porque son oficios que implican años de aprendizaje a jornada completa que están destinados a los hijos de la clase obrera y no a los estudiantes de tu clase cuyo paso por el mundo laboral antes de terminar la carrera será a media jornada de camarero?. Invisibilización que remarca así, una innecesaria línea divisoria (que únicamente beneficia a la burguesía) entre los trabajadores precarios y los que lo son menos. Después es fácil acusar a los sindicatos de que sólo miran por sus afiliados, cuando estamos haciendo completamente lo mismo pero a la inversa. Luego no resulta extraño que los analistas extranjeros se pregunten asombrados cómo es posible que con nuestras tasas de paro y miseria no se produzca un estallido social. La respuesta es obvia: las movilizaciones en este país, del 15M a las mareas verdes y blancas, han sido dirigidas por la clase media. Es un hecho constatado, el mundo del trabajo ha brillado por su ausencia en dichas movilizaciones, empezando por el embrión de toda esta ola de protestas, el 15M. Quizá un buen comienzo sería dejar de señalar esa línea divisoria entre trabajadores precarios y no precarios. Huelga recordar que si un trabajador de la SEAT o un encofrador tiene más derechos que un reponedor no es por un ejercicio de altruismo por parte de la empresa, son fruto de dolorosas movilizaciones y de una tradición de lucha que no incluía la batucada y la recogida de formas vía Change.org entre sus métodos. Y Pablo me dirá que los disturbios no son la victoria y obviamente no, pero han ganado muchas batallas y conseguido muchos derechos. Los disturbios en sí no representan nada, pero su presencia implica un grado de movilización y concienciación que no se da allí donde la recogida de firmas y los talleres de malabares son el Santo Grial. No sé si serán la victoria pero su presencia organizada implica posibilidades de transformación y allí dónde se producen la izquierda transformadora goza de muy buena salud, sea en Grecia vía Syriza, sea en Euskal Herria vía Bildu o sea la Barcelona de los centros sociales ocupados, las viviendas ocupadas por la PAH o las huelgas que terminan con Starbucks en llamas.
De ahí la importancia de la PAH. Es el único frente verdaderamente interclasista que es nutrido por miembros de lo más debajo de la pirámide social, así es cuando un movimiento es puede llegar a ser temible. Mientras se trate de luchas sectoriales de estudiantes, profesores o médicos, poco podemos esperar. Es muy emocionante ver en los desahucios a gente que la oyes hablar y sabes que viene de lo más bajo, que notas a la legua que en su vida se había movilizado. Es triste pero es así: los movimientos sociales están participados mayoritariamente por gente con estudios o por gente proveniente de la clase media. Nadie dijo nunca que movilizar a la clase obrera fuera algo fácil, muy pocos lo consiguieron, menos todavía los que consiguieron vencer. Y se trata de movilizar ¿no? Es entonces cuando, pellizcándome las mejillas, no doy crédito a lo que leen mis ojos: «Esos son los de abajo y sólo la miopía de cierta izquierda puede insistir en agruparles a todos bajo la etiqueta de obreros e invitarles a afiliarse a los sindicatos (ojalá pudieran). Muchos de ellos ni siquiera pueden ejercer su derecho a la huelga y, sin embargo, ellos son el pueblo». INCREÍBLE.
Esto no es real politik ni reformismo, esto es legitimar la realidad existente y negar toda esperanza de transformación social. ¿Que no pueden hacer huelga? ¿Que no pueden sindicarse? ¿Por qué motivo? ¿Porque perderán el empleo? ¿En serio?.
En este país —y tú lo sabes bien— hay gente que se sindicaba sabiendo perfectamente que podía perder el trabajo, con el riesgo añadido de ser torturado salvajemente en comisaría y verse privado de libertad durante una larga temporada. Y se sindicaban clandestinamente. E iban a la huelga. Asumían un riesgo elevadísimo. Me parece un auténtico despropósito que digas que los precarios ’no pueden’ sindicarse ni ir a la huelga. Te contaré un secreto de revolucionario folk: a mí me ponen muchos los trabajadores de astilleros levantando barricadas o los mineros disparando cohetes pero con el porno no hago distinciones ya que, me ponen incluso más los informáticos:
Hace unos días sucedía algo verdaderamente insólito en nuestro país. Por primera vez un colectivo de informáticos, trabajadores de la empresa HP, iba a la huelga y conseguía una victoria parcial (consiguieron evitar la bajada de sueldos) en un ámbito laboral estrictamente post-obrerista. Si alguna profesión representa como ninguna otra al llamado precariado y los nuevos sujetos emergentes, es sin lugar a dudas la de informático: una profesión relativamente nueva, sin tradición de lucha sindical y que nunca utilizó la huelga como herramienta de presión. Y vencieron. ¿Cómo?¿Buscando una nueva identidad? ¿Reinventando ultramodernos métodos de lucha que se adapten a las nuevas necesidades del mercado flexible? ¿Reformulando conceptos que cubran nuevas sensibilidades en el mundo del trabajo terciario-semiótico? NO. En absoluto: vencieron organizándose en un sindicato de clase (CGT) y yendo a la huelga de forma masiva e indefinida. Por supuesto que corrieron riesgos y se jugaron su puesto, pero apostaron de forma colectiva y vencieron. Podemos seguir diciéndoles a los ’nuevos sujetos’ que no se sindiquen porque no son de la clase obrera y corren el riesgo de verse en la calle o podemos dar un paso al frente y sacar a relucir el ejemplo de los informáticos de CGT. Podemos asumir de una vez por todas que para la clase obrera, sin sangre no hay paraíso. Que no hacen falta infinitas reformulaciones ni reinvenciones hasta el absurdo: lo que hace falta es conciencia de clase y un sindicato con agallas (en el que sé que pagas la cuota como yo). Cuando hay conciencia de clase y un sindicato digno no importa si eres informático, reponedor o estibador en el puerto. La clase obrera es temible si está organizada.
Por último y volviendo de nuevo a Chavs, te olvidas del sujeto que Jones justifica en su libro: el cani de barrio sin estudios y la choni que trabaja en la peluquería para ponerse unas tetas nuevas y que, por si alguien no se había dado cuenta, son mayoría. Ese sujeto urbano que sale con la rojigualda a la calle cuando España gana un mundial, sigue con detenimiento las nominaciones de Gran hermano y no se pierde un capítulo de Gandía Shore, entre otras cosas porque se siente identificado. Ese sujeto que sirve como carne de cañón y entretenimiento en programas como Hermano mayor, El diario de Patricia o el deleznable Princesas de barrio. O en el muy progre APM con los charnegos de barrio como centro de las mofas porque cometen errores gramaticales cuando se expresan y porque unos burros de carga sin estudios resultan de lo más gracioso para la burguesa y cosmopolita TV3. Sin olvidarnos de ’El Neng de Castefa’ en el no menos progre Buenafuente: bakala, de la periferia, charnego y reponedor de supermercado por cierto. Los estudiantes de tu clase (ni los que escuchan a Los Chikos del Maíz o Riot Propaganda) serán nunca protagonistas en uno de estos infames espacios de entretenimiento; la clase obrera sí. Y eso es lo que denuncia Jones en su libro. La clase obrera extirpada de su orgullo y convertida en entretenimiento y motivo de mofa y escarnio por el resto de la sociedad. Lo que denuncia Jones en su libro es el elitismo de la clase media occidental, que se manifiesta en nuestro país cuando todo un profesor de Universidad Pompeu Fabra y referente de la izquierda (postmoderna eso sí) como Raimundo Viejo Viñas, sube a su Facebook la foto que acompaña este artículo y no es para denunciarla por su clasismo decadente y su elitismo, sino porque le resulta muy graciosa y acertada.
A mí también me paran muchas veces para felicitarme por el grupo. Sé perfectamente cual es mi perfil de oyente: un joven universitario preocupado por la política y la cuestión social. Por eso, cuando muy de vez en cuando, me para un cani, me dicen que sueno en el almacén del polígono o me pide una foto un currela de los que será currela para siempre, me emociono y verdaderamente me siento orgulloso de mi trabajo. Los de arriba de la foto son la sal de la tierra, la espalda del mundo. Y sin ellos estamos condenados a no vencer. Sin ellos el miedo no puede cambiar de bando. Quizás van en distintos camarotes pero vamos todos en el mismo barco. A pelear. Y a seguir metiendo caña en la tele compañero.